En el pasar de las estaciones, me gustaba bajar al huerto con mi padre y seguir los ritmos de la Naturaleza, siendo mi favorita la primavera y sabiendo que el árido y frío invierno se iría poco a poco dejando su rastro, a la vez que la tierra se preparaba para poder sembrar las plantas que, con el paso del tiempo, darían sus frutos.
Era mi padre Teodosio, más conocido por El Troneras, el que empezaba a cavar esta tierra, cómo así hacían el resto de los vecinos de Pardilla, para después ir plantando las patatas y más tarde, los tomates, lechugas, guisantes, judías verdes, cebollas, pimientos, algunos titos... Todas estas verduras en poca cantidad, pero lo suficiente para tener sus frutos maduros, en la época de recoger la cosecha y comer alimentos de una forma natural, en ese devenir de los días con sus noches.
¡Qué rico estaba todo! pero antes tuvo su trabajo. Primero, limpiar la tierra de las malas hierbas que se habían ido acumulando a lo largo del verano y el otoño. Después, mover y airear esa tierra con un azadón, haciendo surcos y dejando limpia la pequeña reguera, donde se echaba el agua que venía del arroyo, aunque también sacábamos de un pozo, que todavía existe, pero.... a saber por dónde andará, `pues al estar ahora la tierra sin cultivos, todo permanece en estado salvaje.
Miedo me da entrar en este mi huerto, por si acaso no reconozco dónde se halla ese pozo, o el del vecino, pues las lindes también han desaparecido y no me gustaría quedar atrapada en una total oscuridad.
Por aquellos años de mi niñez y adolescencia, me encantaba ir con mi padre a este huerto, en especial cuando teníamos que regar. El agua salía de la reguera, limpia y cristalina pues estaba filtrada del arroyo de Pardilla y hasta nos atrevíamos a beber, aunque no era conveniente.
Cómo en el pozo también manaba el agua, deslizábamos un caldero atado con una soga y así, poco a apoco íbamos regando los surcos donde mi padre había plantado las hortalizas, siendo este agua, junto con el sol, el pasar de los días y nuestro trabajo, lo que hacía crecer a las plantas, hasta poder coger la pequeña cosecha que la Naturaleza nos brindaba.
Pero lo que más me gustaba, de lo que había plantado en el huerto, eran los árboles frutales. Recuerdo un guindal que estaba en la puerta con sus guindas coloradas, más pequeñas que las cerezas y con un sabor ligeramente más ácido y cómo yo las paladeaba porque estaban tan ricas....... También había ciruelos con ciruelas no del todo redondas, sino algo ovaladas y de color azul oscuro por fuera y por dentro, color verde pálido, podríamos decir. Este otro sabor tampoco lo he vuelto a encontrar.
De esta forma mi madre, a veces con mi pequeña ayuda, preparaba en la cocina las verduras y de postre teníamos durante el verano nuestra abundante fruta, para en el otoño, dejarnos invadir por esas uvas ya maduras, antes de pasar a la vendimia. Pensando en el invierno, a veces preparábamos algo de conservas y en especial los frutos secos que no tenían ni tienen fecha de caducidad, cómo son los almendros y las nueces.
Ahora el huerto dónde yo acompañaba a mi padre en sus tareas hortícolas, no existe. Está lleno de maleza y hasta la pequeña pared de piedra que indicaba de quién era cada huerto, se ha perdido. La puerta de madera y las piedras grandes que hacían una pequeña entrada, tampoco existen.
Lo qué nunca olvido son aquellas mañanas y aquellas tardes, en especial del verano, cuando mi padre y yo bajábamos al huerto y disfrutábamos en eso de hacernos compañía, mientras las reguera que pasa por delante del huerto, se llenaba de agua del arroyo porque los vecinos la desviaban para poder regar los pequeños huertos. En aquellos tiempos el agua bajaba limpia y cristalina.
Ahora esta reguera, está completamente vacía y el arroyo depende de las lluvias que vayan cayendo a lo largo del año. La última vez que lo visité y no hace mucho tiempo,
todo se ha perdido, porque las malas hierbas cubren el terreno y no encuentro las lindes, ni tampoco el pozo, dándome tristeza este lugar dónde disfruté y aún sigue en mi recuerdo, aunque sea distorsionado por ese pasar del tiempo que nunca se para.
Esta última foto, pertenece a la también última riadas que pasó por Pardilla en los meses de marzo y abril.
(c) Texto y fotos: Luz del Olmo Veros
El mundo de la infancia cabe en un huerto.
ResponderEliminarPedro, qué bien me lo has resumido.
ResponderEliminarBesos
¡Y qué pena da ver los huertos perdidos! Los que sobreviven se inundan de plásticos y bañeras para acumular el agua. Recuerdo ese señor de Pardilla, con el que hace años mantuve una conversación junto al caño, que se quejaba de no encontrar agua para sus ovejas por ciertos términos.
ResponderEliminarCarmen, la verdad que es una pena el ver a los huertos perdidos y recordar cómo en otros tiempos, estaban llenos de vida.
ResponderEliminarDe unos años a ahora, las ovejas han ido desapareciendo en Pardilla . Es una pena, pero es la realidad.
Besos
El hortelano traza caminitos con la azada y el agua entra y va regando. Es un recuerdo de cuando me llevaban de niña a un pueblo de Zamora. También recuerdo los golpes certeros del azadón para sacar las patatas sin dañarlas .
ResponderEliminarPero debe ser duro si atendemos al refrán: "Si quieres al marido muerto pon un huerto,".
Besos