LO VICIADO
Cuando tenía dieciséis años y ya había terminado mi Bachillerato Superior con las monjas, siendo huérfana de padre porque él había muerto hacía tan solo un año antes, ya no podía seguir en el Colegio de las madres Agustinas, pues las clases se terminaban con el Sexto y Reválida de aquellos años sesenta, dónde obtuve mi título. Por ello, sabía que mientras mis compañeras internas y externas, seguramente pasarían al Preu, que por entonces, así se llamaba, lo que hoy es la Selectividad, yo tenía que buscarme un trabajo para poder sobrevivir.
Mi madre se quedó sola en el pueblo, pero acompañada de vecinas y vecinos dónde le ayudaban con cariño. Mis hermanos no estaban, pues el uno andaba por Chile de sacerdote y el otro, ya había encontrado trabajo en una ferretería importante de la capital, mientras vivía en una pensión cerca de Atocha. Y yo, después de haber aprobado mi último curso de estudios de aquellos años sesenta, irremediablemente, tenía que ponerme a trabajar para poder sobrevivir.
No tuve mucha suerte con los señores y en especial señora, pues el marido se iba de caza y se ausentaba con frecuencia de su familia, dónde me junté con una ama de casa bastante desagradable, una cocinera y también una doncella, cómo por entonces correspondía a estas familias de apellido compuesto.
Teóricamente yo era la institutriz de las niñas y les ayudaba a despertar y prepararse por la mañana temprano para ir andando hasta el colegio de esas monjas agustinas donde también yo estudié. Después volvía a la casa y tenía tiempo libre, pues mi obligación consistia en atender a las niñas, por ello, hacía varias veces este camino de ida iy vuelta: ir por la mañana, hacer mi trayecto con ellas, volver a la casa y la hora de comer, ir a buscarlas, llegar hasta la calle Goya, para ponerles la comida ya hecha por la cocinera y volver a hacer el mismo camino, de ida y vuelta, por la tarde. También me ocupaba de que estas niñas tuvieran los uniformes limpios y en especial los zapatos, sin olvidarme de la ayuda en sus deberes escolares.
Eso no duró muchos días, pues cómo yo tenía bastante tiempo libre, a la señora se le ocurrió que mientras esperaba, podía ir limpiando el polvo en los numerosos adornos que el piso tenía y después me iba añadiendo tareas como el ir a la compra con ella y su sirvienta, para enseñarme cómo lo debía de hacer, pero a mí me pareció que si yo estaba de institutriz, me ocuparía de las niñas y no de la compra, por ello empecé a pensar y cuando quiso mandarme al supermercado yo le dije qué no me habían contratado para ello. Obviamente le sentó muy mal, pero a la persona que limpiaba sí se le ocurrió que yo podía salir con ella los domingos y qué me iba a presentar a algunos chicos porque entonnces lo íbamos a pasar muy bien.
Debió ser influencia del Todopoderoso ante los ruegos de mi hermano el cura, que siempre le rezaba a Dios por mí, el que me debió mandar algún mensaje del cielo, pues se me encendió una lucecita y tuve claro que allí me estaban insinuando algo y qué debía salir cuanto antes de aquella casa. Por ello, esa misma mañana, hice mi maleta y entonces fue cuando la señora se dio cuenta de mis intenciones de cómo iba a dejar su casa y obviamente me preguntó por mi salida tan precipitada. La ignoracia es muy atrevida y yo le contesté diciendo qué no quería seguir trabajando allí y me iba de su casa. Se quedó sin poderlo creer, se enfadó mucho y yo cogí mi maleta y volví al colegio. No recuerdo si me pagó o no, los pocos días de este mi primer trabajo.
Pasado no mucho tiempo, tuve bastante mejor suerte, pues las monjas me buscaron otra casa para dar clases particulares por las tarde, a un niño y una niña encantadores, junto con su madre y aquí voy a dar el nombre, la familia Tudanca, dónde disfruté enseñando a mis primeros alumnos y dónde sentí su cariño hacia mí. Los he perdido en el tiempo y a veces he preguntado por ellos, ya que tienen negocios con este nombre y es a esta familia la que siempre recordaré con muchísimo cariño.
(c) Texto y fotos: Luz del Olmo Veros
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