viernes, junio 15, 2018

EL PISITO- RAFAEL AZCONA

 * A finales de los años 50, del siglo XX, se tenía por costumbre hacerse una foto en el palacio de Cibeles , con las famosas "palomitas". Allí me llevaron mis primas y me sacaron esta foto que aún guardo.




Visité por primera vez Madrid,  a finales de los cincuenta del siglo pasado y paseé sus calles por los barrios de Cuatro Caminos y  también Ventas , en la parte que llamaban el Barrio de la Alegría.

En aquella época, la calle Orense  terminaba justo en el número 25, que era la casa donde mi tía, viuda de guerra,  vivía con  mis dos primas, junto con una mujer ya mayor, muy simpática y buena a la que  llamábamos tía, pero un tiempo después supe que no lo era, aunque siempre se la consideró como de la familia.

 Como mi propia tía Gabriela,  que en aquella época vestía de negro, la tía María siempre llevaba puesto un hábito de la Virgen del Carmen, que en este caso, lucía de marrón. La recuerdo muy limpia y repeinada con un moño en su pelo casi blanco,  donde resaltaba su cara redondita y gorda, porque toda ella tenía ese mismo aspecto circular .

Tengo la sospecha  que mi familia era la realquilada de la tía María  y lo más seguro,  que el bloque de casas  perteneciera al casero, como ocurre con el personaje ultracatólico y peculiar de Don Luis, que si se pincha solo le sale agua,  en la novela El pisito,  de Rafael Azcona.

También recuerdo que un señor muy trajeado,  solía visitarnos de vez en cuando. Nos traía regalos y se le notaba que pertenecía a otra clase social distinta a la nuestra, por su porte y distinción.

La casa donde vivíamos las cinco mujeres de diferentes edades, era la última de la acera, porque a continuación se extendía la tierra con algo de hierba.

Recuerdo  que para subir al cuarto y último piso, yo trotaba por las  oscuras escaleras de piedra desgastada y siempre hacía un pequeño descanso en los rellanos,  para mirar las  algo cochambrosas puertas de madera, con su mirilla correspondiente,  que tanto me llamaban la atención. 

Lo primero que nos recibía al entrar en la casa,  era un largo pasillo sin apenas luz, que terminaba en una cocina alargada, donde no  viene a mi memoria ninguna despensa, pero sí una ventana al cierzo, para guardar y orear  los alimentos que habíamos comprado en el mercado  Maravillas.  Creo que la cocina era de las llamadas económicas con carbón, en vez de leña,  como la que teníamos en mi pueblo natal de Pardilla, en Burgos. 

Allí todas las mujeres de la casa cocinaban, excepto yo, que al ser una niña, no me imponían apenas obligaciones. Lo cual me alegraba  mucho, porque lo primero que hacía  al llegar de la calle, era buscar  con ansia la gran terraza que  daba al exterior.  Necesitaba  asomarme  y ver un horizonte de campos abiertos, pero lo único que encontraba, eran las enormes grúas de hierro que poblaban el paisaje. 

Esta casa,  de casi las afueras de Madrid,  en aquel entonces, tenía tres habitaciones, no sé si grandes o pequeñas, pues en los recuerdos de la infancia, todo se queda agrandado, en relación a nuestra estatura. La tía María dormía en una de ellas sola, y,  en las otras dos,  el resto de la familia,  donde  yo estaba  incluida. 

No tengo ninguna consciencia  de los vecinos que pudieran habitar  en los pisos de más abajo, pero es muy posible que existiera   doña Martina Torralba,  hija de un catedrático,  con su gato Teo, recibiendo un trato muy especial  y su criada Maricruz, un poco chapucera en eso de limpiar las manchas de las corbatas. 

Tendría como  realquilados, esta mujer muy entrada en años,  a  un callista  embaucador y caradura llamado Dimas, así como al bueno de Rodolfo Gómez , un muerto de hambre, explotado por su jefe, don Manuel,  con  una novia llamada Petrita, de la que ya hace tiempo dejó de estar enamorado. Es muy posible que estos personajes que retrata Rafael Azcona en su  lucha por la vida, vivieran en el primero, segundo o tercer piso, de esta calle  de Madrid, donde dormí por primera vez,  en mis muchos  años de vivencias en la capital.
 
En el Barrio de la Alegría, podrían haber vivido los cuñados de Rodolfo con su prole de  niñas y niños. Pero, esa es otra historia,  que la dejo para  la siguiente entrada, en este mi divagar por los  diferentes barrios de Madrid donde pasé, en especial, mi complicada adolescencia. 

(c) Luz del Olmo 

 

Etiquetas:

5 Comments:

Blogger Pedro Ojeda Escudero said...

La textura real de El pisito de Azcona hace que revivamos pasajes de nuestra propia vida.
Tu relato, querida Luz, es delicioso e inserta el comentario en lo autobiográfico. O al revés.
La ciudad crecía para hacerse con el campo...
Besos.

sábado, 16 junio, 2018

 
Blogger La seña Carmen said...

Pues ¡fíjete ahora esa zona en lo que se ha convertido!

En mi memoria está, o al menos así me lo recordaron así, que detrás de El Corte Inglés había un campo de cebada, y donde los grandes almacenes el último de los merenderos típicos de la cena. Ese era el camino que seguía el tranvía cuando íbamos a visitar a unos paisanos que vivían arriba de Infanta Mercedes.

Sobre ese paisaje de grúas y descampados hay varias fotos en un libro a base de fotografías que hizo Bea Burgos sobre el barrio de Tetuán, ya te lo dejaré.

En cuanto a las fotos en Cibeles con las palomitas, je, je.

domingo, 17 junio, 2018

 
Blogger Abejita de la Vega said...

Azcona hubiera aplaudido tu entrada. El Madrid que hiciste era el mismo que vivió él. El pisito es pura realidad más real todavía con una vuelta de tuerca.

domingo, 17 junio, 2018

 
Blogger Abejita de la Vega said...

Guapa Luz con las palomitas.

domingo, 17 junio, 2018

 
Blogger Myriam said...

De acuerdo con lo que te dicen Pedro y María Ángeles.

Preciosa tu de niña.

Besos

martes, 19 junio, 2018

 

Publicar un comentario

<< Home