El año pasado por estas fechas escribí este artículo que publicaron en la revista CYT. Como este año creo que he cogido el síndrome postvacacional, pues no me apetece nada volver a trabajar, lo dejo aquí escrito a ver si me animo un poco.
En estos primeros días de septiembre paseo por la calle Mayor de Velilla, que hace unos años, hicieron peatonal. Los saludos, el buen color en la piel, el que ya no esté desierta, como ocurría en el pasado mes de agosto, me recuerdan que los velilleros y velilleras, han vuelto de vacaciones. Es entonces cuando me pregunto, si alguno de ellos o ellas, no tendrán el síndrome postvacacional.
En apariencia se les ve sonrientes, relajados, yo diría que felices de encontrarse con sus vecinos. No obstante, supongo que a más de uno le habrá costado volver otra vez a la rutina del trabajo, los atascos, el aguantar al jefe, los compañeros y puede que por unos días o semanas se encuentren malhumorados, irritados, cansados, con insomnio, tristeza. Algunos sentirán hasta náuseas o problemas estomacales. Parece ser que si se tienen todos estos síntomas y les duran poco tiempo, han cogido el estado de ánimo que nos puede dar al acabarse las vacaciones.
Que no se preocupen mis amigos y vecinas de Velilla y otros lugares de España o de este mundo occidentalizado, derrochador y lleno de prisas y escaparates; que cuando salgamos de este síndrome, podremos coger el otoñal, o el de esa depresión exógena que nos da por estas fechas cuando amarillean los árboles, hasta que llega el mes de diciembre y nos está esperando el de las navidades o de las compras compulsivas con la exacerbación de los sentimientos de solidaridad y ternura.
Después de subir por el síndrome de la cuesta de enero, llegaremos al primaveral y entonces la apatía, atonía, alergia, desgana y gana de volver a ser adolescentes, nos invadirá. Para cuando tengamos de nuevo el calor, estaremos ya en otro síndrome que muy bien puede ser el de “Piter Pan”, ese conjunto de conducta que hacemos para no tener que crecer y ser siempre niño, porque así, no nos encontramos con las responsabilidades del adulto.
Las vacaciones son un poco eso, dejarnos llevar como niños de la mano, de un lugar a otro, sin pensar, haciendo lo que queremos y aplazando lo incómodo para “después”, disfrutando sin horarios ni rigideces , permitiéndonos la hipérbole a todas las horas. No es de extrañar que al volver en septiembre a encorsetarnos en las viejas rutinas, nos pongamos murrios y tristes.
Hay muchos tipos y clases de síndromes:
Yo tengo el de “ la bata blanca” , me pongo muy nerviosa y me sube la tensión con sólo ver el blanco de la bata de los médicos y enfermeras. Otros, por el contrario, tienen el “síndrome hospitalario”, pues no quieren irse del hospital. Cada día que están allí se inventan una enfermedad nueva para no salir.
Los hay con el síndrome de Diógenes (acumulan interminables objetos) o si son adictos tienen el de la Abstinencia. Para los secuestrados, el de Estocolmo y a los padres que no quiere que sus hijos se vayan de casa, se le adjudica el del Nido vacío. El niño insoportable tiene el del Emperador. Hay tantos y tan específicos y técnicos que no quiero frivolizar, pues es la ciencia médica la encargada de detectarlos, atenderlos y curarlos, siendo algunos muy difíciles de resolver.
Y sin embargo somos muy afortunados los habitantes de este primer mundo, pues nos podemos permitir el lujo de tener algunos de ellos, como por ejemplo, este de después de las vacaciones.
En muchos lugares estarían encantados con tener el síndrome del “trabajador” porque peor es tener el síndrome “del parado”. Lo más sangrante e intolerable es el consentir que tantísimas personas tengan lo que yo llamo síndrome “del estómago vacío” (y no por hacer dieta precisamente), por eso no nos ha de extrañar que hayan cogido el síndrome del “iluso ilusionado” o del “ ilusionado iluso”, y que vengan hasta nosotros jugándose la vida, por ver si algún día logran conquistar nuestro síndrome “postvacacional”.
(c) Luz del Olmo
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