Los domingos por la
mañana en Madrid es muy agradable darse una vuelta por El
Rastro. Un apasionado de este mercado callejero donde se puede encontrar de
todo, fue Ramón Gómez de la Serna, del
que este año y este mes se cumplen los 50 años de su muerte en Buenos Aires. En
la casa familiar de la calle de la Puebla, recién venido de la capital
francesa, instala su primer estudio como escritor y lo va llenando de
cachivaches de distintas procedencias y en especial de este Rastro de Madrid.
Es tanta su pasión que una de sus obras lleva este mismo título. Esta obra fue
publicada por primera vez en 1914, en pleno estallido de las Vanguardias.
En esta primera
edición el autor de Las Greguerías escribe un capítulo sobre PÍO BAROJA que en la segunda
edición elimina .
Es un poco largo el
texto pero como he intentado buscarlo por Internet y no lo he encontrado
completo. He sacado de la biblioteca un ejemplar de El Rastro, de la
editorial Espasa Calpe en la
colección Austral, de Luis López Molina y del año 1998 y lo voy a dejar
copiado aquí para que los amigos y amigas del club de lectura La Acequia, si os
apetece lo podáis leer. Es la opinión que
este autor, renovador del
lenguaje, tiene del autor de La Busca.
PÍO
BAROJA
Para completar la
sensación del momento extremo necesitamos ver a
otro hombre, a Pío Baroja. Hay en él también la suficiente reserva de sí
mismo, la suficiente figura para que después de todo el rigor crítico del
Rastro pueda levantarse sobre él. Lo individualista de la raza hace que cuando
un escritor como Baroja cultiva en el público su dignidad, su entereza
personal, el público responda seriamente, permaneciendo alejado y próximo a él,
permitiendo estos dos o tres casos de hombres que llegan a su madurez sin perjuicio
de sí mismos, sin ser corrompidos por el público, que secretamente se venga,
con una venganza superior a su instinto, en sus excesivas y sucias
aclamaciones. Salvar de un modo palmario y ejemplar esa economía personal que
es lo único real de los hombres es la gran suerte, el gran triunfo de un
escritor.
Manos fundamental que
Azorín, menos refinado, menos penetrado de todo, menos lleno de ternura, más
encarnizado, Baroja no sintetiza el mundo en una tragedia interior, suspensa,
serena, como Azorín. La tragedia que él muestra es más exterior, más indómita,
más descompuesta, menos substanciada en él, aunque su buena voluntada, su
genial buena voluntad, su gran aproximación a la verdad neutral y negligente de las cosas,
le hace el segundo contemporáneo.
Baroja impresiona más
que convence en este ambiente, porque en él se aprecia sobre todo la
recrudecida criatura que es, incrédulo, indeciso, crédulo, decidido, luchando
consigo mismo, arrastrado por sus pensamientos-entre los que hay primeros
pensamientos al lado de últimos pensamientos-, sorprendido por sus hallazgos,
asombrado por sus palabras, amigo de dejarse llevar por la mano del azar en
excursiones de las que vuelve con verdaderas sorpresas y cosas anodinas,
necesitado deque algo se ablande en él, necesitado de una ironía más suave,
menos dura, menos ensañada, que se dejase crecer más a sí misma, pobre
necesitado, estupendo necesitado cuyas necesidades de ven todo lo francamente,
todo lo altivamente que en los pobres que van medio desnudos, un poco
indispuesto consigo mismo, aunque se ve que al fin y al cabo todo le sale por
una friolera-decisivo “al fin y al cabo” que sedimenta el alma-,doble actitud
en él, pues, si a veces se le ve divertirse con un estrambote y llegar a la
catástrofe con impasibilidad, exagera
esto a veces tanto que se ven pasar por él hondos temores de beata,
desconfianzas de palurdo, vagas y arredradoras ideas de deber, temblores un poco
pueriles que, aunque contradice en seguida, aunque se resiste voluntariamente a
su miedo hablando alto, respondiéndose a voz en grito como el que canta para
matar el pavor de los caminos de la noche, dan estas cosas a su temperatura esa
de destemplanza que se nota en su obra, ese contraste tan humano que en él es
asombrosa y admirable flaqueza por lo franca, por lo extraordinaria que es en
medio de todo.
Este Pío Baroja tan
infraganti, cuyo nombre sobresalta por lo certero que es en su disparo, por lo
metido en sí que se muestra, por lo redondo y decisivo, por lo parapetado en
sus dos ojos, en sus dos O O llenas de gravedad, de observación y de
individualidad, este Pío Baroja que está
desastradamente bien, es indudable que pasa por aquí frente a nosotros.
Cargado de espaldas
como si un centenar de sus libros les pesase
en ellas, como un hombre de mar que no sabe andar bien por tierra, con una
profunda elegancia de insubordinado, bajo la cuesta refrenándose. Parece un
buen hombre que va a comprar una herramienta o que busca una mesa. Su sombrero tiene el color del
tiempo, nunca parece nuevo, parece proceder de un baratillo de estos y le está
pequeño, quizás porque no había más que
ese en el puesto de cosas viejas, quizá porque así lo eligió expresamente, pues,
vascongado, le gustan los sombreros chicos como a sus paisanos las boinas
indefectiblemente chicas. Baroja no cede a la calma ambiente de este barranco,
guarda sus ojos bajo sus cejas, abate sus ojos bajo sus cejas, hay en su
fisonomía como en su espíritu ese dramático contraste peculiar que luce lo
claro, lo infantil, lo ingenuo, lo voluntarioso bajo una inflexibilidad
paternal pero tiránica (una mirada de un azul aldeano y un negro avieso,
desconfiado, implacable en el fondo de esa misma mirada) ¿ Por qué se penitenciará
tanto Baroja, por qué siendo tan absurdo y tan liberal tendrá esa castidad
fiera que considera enemigo el concepto tenue, blando, absurdo, voluptuoso y
dichoso de la vida? ¿Por qué siendo íntimamente arbitrario, no recoge el fruto
íntimo, sazonado indivisible de la
arbitrariedad habiéndolo merecido tanto?
¿Por qué es a la vez que el rebelde alegre con ese regocijo ingenuo, infantil,
sin mujer, de los rebeldes, el que expulsa al rebelde de los sitios de orden,
resultando así un poco el expulsado de sí mismo? ¿Por qué esa crueldad al lado
de su inimitable bondad? ¿Por qué ese platonismo que arroja a los poetas de la
república?
Baroja mira las
cosas, caídas o en candelero, a lo largo de la feria, con verdadera
inteligencia, con una mirada nobilísima y transitoria, aunque se nota en él una
preocupación grave e indebida, una preocupación por intrigas falsas, obcecadas
y superfluas, un defecto enconado de abstracción, algunas huellas de supersticiones. Él ha empleado las
cosas en sus obras con esa fijeza, con esa atención, con esa consideración que
merecen. Ha visto la existencia aparte de ellas, ha visto lo libertarias que
son, las ha humanado. En toda su obra las cosas tienen este desportillamiento,
esta rareza, esta ingencia, este abandono en un campo árido, en un paisaje de
las afueras, de las cosas de aquí. Como éstas, han recabado su independencia,
su vagorosa impasibilidad, base eterna y mortal idéntica a las bases de todo. Las cosas en Baroja esa gravedad
insólita que en los cuadros de Holbein o, más que en los de Holbein, en los de
Durero, tienen ese mismo amontonamiento de geometrías aparatosas en un espacio
reducido y triste, esas cosas historiadas, secretas, con algo de ídolos que han herido su atención
como la atención de un niño. Hasta brotan muchas veces las novelas de
Baroja de un ambiente de cosas que él
forma ante todo como emulación de la novela.
Baroja no solamente
mira las cosas, sino que las resuelve, busca en los cajones oscuros, anda con
cuidado en el fondo de los puestos, donde se amontonan y se imponen las cosas
como quien busca cangrejos, porque en esos pedregales revueltos la cosa que se
busca se oculta como un cangrejo, se sotera bajo las cosas menos interesantes
que nos dan la cara en primer término. Baroja pone una gran avidez en esta
rebusca, porque aquí indudablemente encontró algunas de sus novelas, entre
todas Las inquietudes de Shanti
Andía y las Memorias de un conspirador. Se para ante los manuscritos, esos manuscritos
con la primera página rota de través y todas las puntas rizadas, que ni
siquiera figuran entre los libros y tienen un puesto de orden entre las cosas,
y recoge del suelo esos papelitos escritos que por apatía, por cortedad de
genio no recogemos todos. Ante las máquinas, ante estos artilugios incomprensibles,
que abundan en el Rastro, es ante lo que más medita y recapacita Baroja, buscándoles el sentido
que quizá no tienen, practicando así esas ideas de una diabólica mecánica absurda, arbitraria y primitiva que hay en
él, de antiguo, de pequeño.
Frente a Baroja el
último sentimiento que se experimenta es otra vez el primero, es el de esperar que un día,
puesto que en él hay todos los elementos
para que eso se realice, aprenda en esta suave paz del Rastro la decadencia –
la perfección de su última decadencia será el ideal final, el final del mundo-
que le conviene, goce de ver llegar a
sus libros a la desfloración mortal y dulce, deshojándose, desgranándose, ya
que lo más culminante que debe haber en los libros, lo que les salva de su
error social, es una facultad de desfallecer, de ceder, de llegar la hora
fácil, silenciosa, máxima, a la sensualidad que muere en un acto verdaderamente libre. En Baroja el
libro, el pensamiento es demasiado acerbo, está demasiado sobrecogido, no se
decide al goce decadente y expansivo, siendo como es él, tan libre, tan
sensato, tan bondadoso, tan lleno de corduras conmovedoras. Se ve que sólo
necesita sincerar consigo mismo a la gran inmoralidad de su alma, la
inmoralidad que ve, que aviva, que cultiva, pero a la que es reacio en último
término. Sin embargo aunque se niegue a arrostrar la última y disolvente
consecuencia de su modo de ser, es lo suficientemente decente que le veamos
como compañía y ejemplo en la soledad absoluta que se siente aquí.
Etiquetas: Lectura de la Acequia, Pío Baroja, Ricardo Baroja