Julio se fue de viaje. Y esta es su crónica:
Spain is different. Y eso se nota en todo, hasta en detalles tan tontos como las tiendas del aeropuerto. La presunta “ventaja” de comprar en estas tiendas es que son “duty free”, que no pagas impuestos (o mas bien, que si te apetece charlar con la policía de aduanas cuando llegas a tu destino final, puedes reclamar que te devuelvan la parte del IVA), pero en realidad son caras de narices. En todos los aeropuertos, se encuentra más o menos lo mismo: chocolate, camisetas, souvenirs … Pero sólo en un aeropuerto español puedes comprar un auténtico y genuino jamón. La compra se realiza en el área de espera antes de embarcar, y no hay posibilidad de facturar el jamón, así que si lo compras, tienes que llevarlo junto con el bolso de mano. Por cierto, los jamones que vi costaban entre 160 y 280 eurillos de nada. Supongo que estarían muy ricos.Claro, la pregunta es: ¿alguien se imagina a un pasajero subiendo con una pata de jamón al avión? A mi me recuerda a una viñeta de Mortadelo y Filemón. Y otra pregunta más interesante (si viajas a Estados Unidos, por ejemplo) es, ¿te van a dejar pasar con el jamón por la aduana? Estoy seguro de que lo confiscarían (que tontos no son). Ahora que, como el ejemplo se extienda, y empiecen a vender otros productos gastronómicos tales como el queso de Cabrales, es posible que en los USA antes de bajar del avión tuvieras encima a 20 agentes de FBI, colocándote un mono naranja, por ser un presunto terrorista con agentes biológicos.
Así, con estos pensamientos, empecé mi viaje a Estrasburgo en una cafetera de Iberia, porque el avión era tirando a pequeño. Todavía me acordé una vez más del jamón cuando me sirvieron un triste mini-bocadillo de queso. Qué bien hubiera venido el jamón, aunque claro, sin jamonero hubiera sido difícil cortarlo, y si ya el jamón me planteaba dudas, no te digo el cuchillo.
Llegué a Estrasburgo a las cinco y media, con un tiempo frío y nublado, pero al menos seco. En el aeropuerto, se coge un autobús que te lleva a un tranvía, y de allí al centro de la ciudad. Apenas 40 minutos, que se hicieron cortos ya que iba de charleta con un par de españoles. Llegué al hotel, donde me dieron ni más ni menos que la “suite”. Y no es coña, así la llamaban ellos. Tenía dos habitaciones, tres camas, y cuarto de baño con ducha, lo que para un hotel de 2 estrellas, sin duda debe ser todo un lujo. Dejé los trastos, y me fui a ver la ciudad. Ese día tuve suerte, y vi la ciudad en seco. El resto de los días, me tocó cargar con el paraguas de un lado para otro.
Cuando uno piensa en Estrasburgo, piensa en una ciudad con cierta importancia, con políticos de un lado para otro, que debe tener sin duda mucho ajetreo y jaleo. Pero Estrasburgo no es así. En cambio, es una ciudad pequeña y tranquila, donde no se nota en ningún momento la relevancia política que tiene. Ni siquiera en las tiendas de souvenirs se vende nada relacionado con Europa, ni banderitas azules con estrellas amarillas, ni hay referencia al parlamento europeo o los derechos humanos. Ahora, cigüeñas, todas las que quieras. La tranquilidad que hay en Estrasburgo muchas veces te hace creer que en vez de en una ciudad pequeña, en realidad estás en un pueblo grandeA esta tranquilidad ayuda mucho el hecho de que en el centro no haya apenas tráfico, y el tranvía sólo atraviese dos calles. El centro está situado entre dos canales que se llenan con agua del Rin. Es una isla donde hace siglos ya se construyó sobre todo lo que se podía construir, y por tanto los edificios modernos son casi inexistentes. La construcción más alta es la catedral, y las casas tienen todas una apariencia antigua, que hace pensar que en la ciudad no ha pasado el tiempo desde hace un par de siglos al menos.La estética es muy germana, por lo que una descripción que se me ocurre es que es una ciudad alemana en territorio francés, lo cual en parte no anda muy desencaminado, pues el Rin, un par de kilómetros al este, es la frontera entre ambos países, y de hecho, Estrasburgo ha cambiado de nacionalidad varias veces. Esto se nota igualmente en los pueblos de alrededor, cuyos nombres suenan claramente germánicos. Incluso en el centro, los carteles de las calles son bilingües.
Es una ciudad alemana, a la que le han puesto carteles en francés. Uno se puede imaginar a un parisino preguntando a un estrasburgués por la Rue Jeu des Enfants, y el otro respondiendo que donde está eso, y tras cinco minutos pensando, finalmente decir:
-¡Ah, ya! Tú te refieres a Kinderspielgasse. ¡Haberlo dicho antes, hombre!.El tranvía cruza el centro de parte a parte. Sin embargo, a pesar de sus formas modernas, y del cableado que hay por arriba, el tranvía se halla integrado en el paisaje urbano y no la afea en absoluto. Al revés, le da más encanto.
La parte más bonita de la ciudad está al sur, donde los canales empiezan a rodear el centro, y hay varias exclusas para controlar el nivel del agua. Esta zona es llamada Petit France. En ella están los restaurantes más típicos, que ofrecen choucrout a precio de caviar. Aunque para ser honestos, todos los restaurantes son igual de caros. Aquí tengo que hacer notar otro indicio que en vez de una ciudad grande, es un pueblo pequeño: cuando Esther y yo nos fuimos de tour por Europa, descubrimos que McDonald’s hay en cualquier pueblo. Pero sólo las ciudades como Innsbruck, Viena o Budapest tenían Burguer King. Estrasburgo no tiene Burguer KingLa primera noche anduve solo por esas callejuelas. La segunda noche me junté con el inglés, y luego se nos unió una colega de éste. Acabamos en un pub de la Petit France, probando cervezas, y comiendo pizza, mientras les contaba por qué Gibraltar es actualmente británico, cosa que al parecer no se molestan en enseñar a los niños ingleses en el colegio. Eso sí, como contrapartida, ahora sé que la anchura de las vías en Gran Bretaña es la misma que la vara con que se solía dar a los bueyes que araban los campos en tiempos pretéritos.
Las instituciones europeas están a las afueras de la ciudad, hacia el norte. Es un paseito de 30 minutos, y ahí sí que se empieza a notar el tráfico, y un jaleo más acorde con una ciudad. Están allí el Consejo de Europa, el Parlamento Europeo, y las Cortes de los Derechos Humanos. También por esa zona hay un par de casas que pertenecen a la representación permanente de España en Europa. Dos pedazo de chalets que en Madrid costarían sendas millonadas.En cuanto a lo que yo iba realmente a Estrasburgo (que no era a hacer turismo aunque parezca lo contrario. Lo que pasa es que me organizo muy bien el tiempo), el meeting bien, gracias.
Pero lo interesante fue el workshop, con varios científicos hablando de cosas de casi ciencia ficción, que como yo sólo las entiendo a medias, en vez de explicarlas aquí, me dedicaré a la crónica rosa.
Resulta que los científicos son muy picajosos.
Empezó un ruso su charla. Al terminar, uno le hizo una pregunta a la que le costó encontrar respuesta. La siguiente charla era del que preguntaba, así que el ruso a mitad de exposición le preguntó una cosa, que posiblemente era una tontería (mi ignorancia supina del tema no me permite asegurarlo, pero lo sospecho). Al final de la charla todavía le intentó buscar las cosquillas con alguna otra pregunta.
En la cena que tuvimos por la noche, me tocó sentarme en la mesa del ruso. Y ahí comprobé que era un chuloplaya. Hablaba alto, llevaba la voz cantante de los chistes… se notaba que le gustaba ser el centro de atención. Lo cual me confirmó que las preguntas que hizo era sólo por fastidiar al que le preguntó a él.
El último día tenía aún que ir al workshop durante la mañana, y coger el avión por la tarde. Por lo visto, fui un afortunado por oír la charla de un inglés que parece ser toda una eminencia en el tema que estábamos tratando, y que si tiene suerte, quizás le den el Nobel algún año. Así que cuando se lo den, podré presumir de haber estado en una conferencia suya una vez.
La vuelta fue en la misma cafetera. Y el bocadillo seguía sin jamón Etiquetas: Los viajes de Julio Plaza del Olmo