OTOÑO
Cuando me subía a aquella ventana pequeña de la cámara, llamada tronera, que daba a un tejado donde crecía el musgo; podía divisar el paso de todas las estaciones del año que se iban sucediendo, en mi corta vida de entonces, aunque bien sabía diferenciar cuando el otoño llegaba y se precipitaba primero en su diverso colorido de las viñas, porque ya los racimos de las blancas y negras, junto con algunas “tetas de vaca”, estaban listas para la vendimia, acompañadas por el color amarillento de los árboles, en la alameda del arroyo, con el nombre del pueblo que me vio nacer y crecer, en sus calles sin asfaltar y sus casas con algo de adobe y mucho de piedras recias y resistentes, en los años que habían pasado y pasan, como aquellas estaciones que en mi niñez, yo contemplaba y aún contemplo, en este mismo paisaje que los años, todavía no han borrado.
Allí, en lo alto sigue el centenario enebro solitario, que tiene la suerte de otear en su día a día, estación a estación, todo lo que ocurre desde su altitud lejana, en el ir y venir con el despertar del pueblo, pues la luz de la amanecida, es la primera en acompañarle, hasta que el propio trascurrir de las horas con sus días, van empezando y terminando, mientras este enebro o sabina, espera con paciencia, las visitas que tendrá, más en verano que en invierno, de todas aquellas personas que hayan decidido recorrer, los caminos de tierra y piedra, de aspecto rojizo, para recibir más de un abrazo en sus ramas, algunas tan gruesas como los años que las sustenta.
Otros árboles como los almendros y encinas le acompañan, pero él siempre es el que domina el paisaje y no tiene otoño, porque sus hojas, son inmutables.
(c) Texto y foto: Luz del Olmo Veros
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