Todas ellas, desde la más veterana Antonia, hasta las más jóvenes, Marta y Laurita, aunque sea su ahijada, pasando por Paca y Matilde, y la interina Felisa, le llaman el "ogro", porque un ogro malvado, rácano y dictador, es el jefe de todas ellas, mujeres que trabajan en la pastelería o distinguido salón de té, cercano a la Puerta del Sol. Sus condiciones como asalariadas, son tan míseras como sus sueldos de aquellos años de 1930, donde también en Europa, se notaban los movimientos en pro y en contra, de mejores condiciones en la clase obrera.
Al leer el mote puesto al jefe y dueño de la pastelería, he recordado mi época, también en Madrid, cuando trabajé por cinco años, casi toda mi adolescencia y juventud- desde los 17 hasta los 22- en la empresa COFARES, como telectractora de fichas, donde mis compañeras y yo, llamábamos con ese mismo nombre: "ogro", a uno de los dos encargados que teníamos y que controlaba todos nuestros movimientos. Era muy bajo de estura, calculo que andaba por los cincuenta años, algo regordete, con la cara siempre roja, que aumentaba en el color, al nivel de su enfado, porque nunca sonreía. Si tardábamos más de cinco minutos en el lavabo, la bronca era fenomenal, haciéndonos ver lo inútiles que éramos, precisamente por ser mujeres y además, nos quitaban puntos por la prima, que cobrábamos si es que éramos capaces de traspasar el tope que se nos había estipulado, en un máximo y un mínimo, para sacar, ordenar y escribir a máquina, las fichas de cartulina taladradas con agujeros y con su correspondiente color, que representaban a los diferentes medicamentos que pedían las boticas de toda España.
Esta cooperativa de farmacia, contaba con uno de los primeros ordenadores, que empezaron a funcionar en nuestro país. Era tan grande, que necesitaba una amplia habitación del edificio donde estábamos, en la antigua calle de García Morato, hoy llamada Santa Engracia, en el número 33 , y allí era donde vivíamos las ocho horas en turnos de mañana y tarde. Los hombres además, tenían que ir por la noche, a cambio, no se le solía regañar y prevalecían más sus derechos por ser cabeza de familia y porque las mujeres, aunque hiciésemos el mismo trabajo, " no sabíamos rendir tanto" por el simple hecho de pertenecer al sexo femenino.
Y he recordado, leyendo este libro de Luisa Carnés, a mis compañeras: Mari Tere, Elenita, Juli, Gloria, Aurelia..., esta última también, como Laurita, se quedó embaraza estando soltera y aquello fue un dramón, donde tuvo que aguantar la comidilla de todos y todas nosotras. No había piedad entonces para el mínimo desliz. Sin embargo, Manolo y Juli, se enamoraron tanto, que han tenido cuatro hijos y ahora con varios nietos, los sigo viendo tan felices como entonces, donde nos contaban el tiempo que habían durado dándose un beso en la boca. Por aquellas fechas, yo también me enamoré y se enamoraron de mí, pero al final, no llegamos a nada, entre otras cosas, porque esto del sexo y amor, tenía tantos rituales e impedimentos que, al final, nos quedábamos en el camino.
Era nuestra sociedad de entonces, treinta años más que en la época dónde se sitúa esta deliciosa novela, casi escrita como si fuera un guión cinematográfico. El tiempo en su camino, nos había dejado una efímera República, porque los militares rebeldes, "garantes de la moral y buen gobierno" , decidieron que no se podía seguir avanzando en derechos y libertades, alcanzados para todos y en especial para la mujer y así ocurrió que llegamos hasta una Guerra Civil, la peor de todas, para acabar en una férrea dictadura, donde los avances conquistados, se convirtieron en retrocesos y el comienzo de los años 30, que señala la autora en Tea Rooms, volvieron a calcarse en mis primeros trabajos de los finales de los 60 y comienzo de los 70 y que la lectura de Luisa Carnés, me ha llevado a recordarlos.
(c) Luz del Olmo
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