No recuerdo la hora, pero estoy segura que
siempre sucede por la tarde. Un monte de tierra blanca puede servir
de asiento. A veces crece la hierba, otras no.
El rito
consiste en: andar despacio, no pensar en nada y al llegar mirar la
fila de árboles pequeños que hay cerca de la casa sin tejado, meter
la mano en el bolsillo y apretar el botón para hacerlo todo grande.
Requisito indispensable: estar sola.
Fue
un libro lleno de cuentos escrito por María Teresa León, el que me
hizo penetrar en ella. El título y su contenido del primero:
Rosa-Fría, patinadora de la luna,
me empujó a escribir.
Había
dejado ya de entrar y salir en estas casas donde los acontecimientos
habituales eran la excepción y los extraños la norma y sin embargo
esta vez quise volver a mis casas de entonces, de cuando niña y de
después, en una época en que decidí ponerlas en un papel,
fijándome en los recuerdos de un tiempo invisible.
Era
una casa helada y sin embargo, el calor respiraba en todas sus
paredes, muebles y rincones.
Al
poco de acceder a ella me encontré con una Rosa, cuyo color era el
frío. La Rosa dialogaba con una vaca azul, la estaba proponiendo una
gran carrera sobre el hielo y es entonces cuando pude distinguir con
claridad a esta Rosa del color del frío deslizándose por volcanes
apagados y penetrando en su interior. De vez en cuando el rescoldo de
los mismos desprendía un humo soñoliento que la hacía volver a la
superficie de esta casa que era de la luna, donde las manchas de
su cara se reían de ella.
Rosa
Fría era pertinaz e insistía en acelerar su marcha con aquellas
mariposas amarillas en ruedas de amapolas recién nacidas,
colocadas, sin saber muy bien por qué, en su su tabla de snowobard,
para subirla y bajarla sin ningún dominio ni control. Mientras,
surcaba lugares tan solo vistos por seres, capaces de tener los
ojos abiertos a la vez que imaginan retazos de sombras porque
confían en el viento, único conocedor de todos los secretos que
habitan en el planeta Tierra.
Yo
la seguía en su marcha por los mares sin agua ni sal y al
finalizar una especie de tarde, porque se iba apagando la luz,
pude muy bien distinguir cómo a Rosa Fría, se le escapaba una
lágrima, al comprender que debía salir de aquel lugar tan lleno de
vaivenes, donde la competición era lo menos importante.
Porque
llegó el mes de abril y la primavera ya lo había coloreado todo,
decidí que debíamos dejar esta casa que nunca visitó
Alicia,ya que Rosa- Fría se había adueñado de ella.
Fui
muy consciente que si seguía leyendo este delicioso libro que Mª
Ángeles me había enviado desde Burgos, en el ya avanzado otoño de
mi edad sin cuentos, podría retomar ese juego de niña de meter la
mano en el bolsillo y apretar el botón para jugar con el tiempo y
sus palabras, en este satélite de una nueva realidad que me estaba
esperando.
Luz
del Olmo
*
Os dejo el enlace donde tengo publicadas estas Las
casas de Alicia que un
día escribí y que hoy al leer Rosa-Fría, han vuelto a mi como un
resorte en la memoria.
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