Cuando este libro
me lo regaló María Ángeles, allá por el mes de marzo, lo dejé a la
espera y creo que fue ya con el calor de
verano, cuando comencé su lectura.
Recuerdo que debí leer unas cuarenta o cincuenta
páginas y confieso que lo hice de un tirón. Era un libro que a pesar de estar
muy presente el hielo y el frío, a mi me atraían sus letras.
Después no sé qué pasó, pero no lo volví a coger hasta
este mes de octubre.
Las lecturas de mis compañeras avanzaban y sin embargo
yo, lo tenía en la mesilla de noche, pero no era capaz de volverle a
“hincar el diente”. Algo había que lo vetaba. Incluso aún conociendo mi
compromiso de lectura con mis amigos de La Acequia, me
distraje con otros dos : Diario de Invierno de Paul
Auster y La Berlina de Prim de Ian
Gibson que por cierto, los leí sin
apenas interrupciones.
No sabía qué pasaba con este libro de Almudena
Grandes, pero un día me lo impuse y
comencé a leer desde el principio. Habían pasado tantos meses que ya no
recordaba lo leído en el verano o no lo
quería recordar. No obstante,
unos viajes en autobús y algunas estancias en el hospital acompañando a una
persona, me hicieron que poco a poco fuera descubriendo la vida de Nino, el
niño hijo de guardia civil que vivía en la Casa Cuartel de Fuensanta de
Martos y así recordé su descripción del frío que puede hacer en
invierno en esta provincia y el calor sofocante en un paisaje lleno de olivos.
También rememoré su viaje a ver a la
familia de su madre en Almería, su
primera mirada al mar, sus primos, capaces de quitarle los zapatos, su vuelta a casa en tren y su primera experiencia directa con personas sin libertad.
Según iba avanzando en el libro, descubrí sus
sensaciones, su gran amigo Paquito y en especial su atracción por Pepe el Portugués, el hombre que vivía apartado del
pueblo y el primero que le dejó un libro
de Julio Verne . También supe de las angustias de su madre, cuando su
padre tardaba demasiado en volver a casa.
Estaba muy
presente en la lectura, la división del pueblo en dos bandos bien diferenciados
que se odiaban entre sí, los del monte y
sus familiares, en especial la
soledad de las mujeres que habían perdido a su marido y a sus hijos y ven impasibles transportar a los
muertos hacia el cementerio y por otra parte, los de la Casa Cuartel a los que Nino
pertenecía.
Después vinieron los suicidios de Cencerro, el
guerrillero del monte, tan admirado como odiado, capaz de jugar con el dinero y de romperlo antes de que cayera, como él, en
manos de sus enemigos, igual que lo hizo su compañero de fatigas, que corrió su
misma suerte. No importaba que muchos del monte murieran aplicándoles “ la ley
de fugas”, pues enseguida surgía otro Tomás Cencerro, con otro nombre, pero
igual de dispuesto a luchar por sus ideales.
Toda esa realidad cotidiana con la que Nino
era capaz de vivir, yo la leía, pero a decir verdad, yo no acababa
de entrar en el libro.
Un día intuí, que si yo me sumergía
de lleno en su lectura, sus
palabras me iban a hacer herida y entonces tuve la certeza de que era un libro que me dolía.
Y era un libro
que me dolía porque en sus páginas se
relataba nuestra posguerra, de la que
quizá no he querido saber demasiado, aunque conocía de su
existencia. En los años que relata “El lector de Julio Verne”, los finales de los cuarenta, yo aún no había
nacido, pero estaba a punto de hacerlo. Allí estaba contado el vivir cotidiano
en un pueblo pequeño, donde “una guerra
que nunca se acaba” en palabras de Mercedes, madre del protagonista, y esposa de Antonino Pérez, cabo de la
guardia civil, hacia que el miedo corriese por las calles, en
muchas ocasiones vacías, porque todos los niños, incluido Nino, tenían que
encerrarse en sus casas para que la
muerte que pasaba muy cerca, no les
alcanzase.
Por eso cuando
ya estuve preparada para leer el relato que hace el niño de diez años de las “películas”
que él y sus hermanas, Dulce y Paula, oían de lo que pasaba en el cuartel; el libro me dejó libre su entrada y así
pude sentirlo y aunque
me dolían sus heridas, era capaz
de soportarlo.
Al llegar al verano de 1948 y ver como el Canijo, resiste
el dolor de saber quién es su padre y
de dónde procede y sobre todo, qué es lo que ha hecho, después de oír las amargas palabras que Catalina, la
matriarca de las Rubias que vive en el cortijo con sus hijas, Paula, la novia
irascible del Portugués, la bella Filo, que sabe en todo momento lo que quiere
y la pequeña Chica, Catalina, repito, le abofetea en su cara sin que le roce y
entonces el niño que leía novelas de Julio Verne, prestadas por Elena, la
maestra represaliada, da un salto en su madurez y yo también con él , porque lo
que durante un tiempo ha ido asimilando, gracias a la información de Pepe el
Portugués, se le hace certeza y ya es
capaz de tomar la decisión acertada de callar y seguir su vida cotidiana, pero
siendo ya otro.
Es entonces cuando empiezo a leer como lo hago con los
libros que “tiran de mi” y por ello al tener la certeza de quién es el verdadero
sargento Sanchis , ya no me llevo demasiado sorpresa porque poco a poco se va desvelando una parte de lo que pasó en
aquellos años de nuestra posguerra donde
el odio, la barbarie, el miedo, el despotismo, la traición y la mentira
ocupaban la cotidianeidad, pero también había tiempo para el amor, la
ternura, la amistad, el compañerismo y
sobre todo la lucha hasta morir por unos ideales que, en años anteriores, habían
sido aniquilados.
Era la lucha de los vencidos que no habían querido
aceptar la derrota y seguían manteniendo la
esperanza en sus ideales, contra todos aquellos que se empeñaban en romper ese sueño, para así
poder perpetuar sus privilegios.
Hay algunos libros que dejan huella, no porque sean
mejor o peor, porque estén mejor o pero escritos, hay libros que te llegan por
algo especial y este ha tocado lo más intimo de mi, por eso no soy objetiva y sólo
decir que es un libro que me ha despertado
gran cantidad de sentimientos y
emociones que tenía muy bien guardados.
Luz del Olmo
Etiquetas: Lectura de la Acequia. El lector de Julio Verne. Almudena Grandes