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Andrea, o
mejor, Doña Andrea como así la llamaban todos los vecinos que la
conocían, en muchas ocasiones no era consciente de su edad. El domingo pasado, después del vagabundeo por las calles
cercanas a su casa, se dio cuenta que no había descansado lo
suficiente y pronto tuvo que volver a su hogar.
Estuvo
toda la semana, muy a pesar suyo, sin apenas salir , tan sólo se
acercaba a comprar algo de pan y sus pasteles diarios que nunca
dejó de comer. El resto de la compra, la encargó por teléfono.
No era comilona. El hambre pasado en su juventud se había instalado
en ella de tal forma que necesitaba sentirlo para así comprobar que
vivía. Comía tan poquito, que su aspecto parecía frágil
en su delgadez perpetua.
Al darse
cuenta de que debía reposar antes de hacer otra escapada, decidió
correr los visillos de los balcones y mirar a través de ellos. Por
un instante pensó que siempre había sido una gran espectadora.
Los
recuerdos la llevaron hasta todas aquellas personas que conoció
fuera de este recinto. Siempre fue consciente de cómo el mundo que
se le abría con sólo poner el pie en la acera de la calle de
Aribau, era una contraposición y un alivio a la atmófera tan
contaminada que habitaba por aquellos años de mil novecientos
cuarenta y tantos, en las paredes que ahora contemplaba si miraba
dentro de esta casa que ya no la oprimia.
Su primer
pensamiento fue para Ena y se vio en la Vía Layetana mirando el
último piso del edificio donde vivía su amiga , después de la
agradable velada a la que fue invitada, donde conoció a su pequeña,
en estatura, madre y lo mucho que la impresionó el oirla cantar
mientras tocaba el piano. También pudo mirar los afables ojos
verdes, como los de Ena pero sin su luz, de su padre y a sus cinco
hermanos, menores que ella, llamándole la atención de esta familia
tan viajera, el que todos fuesen rubios, contrastando con su pelo oscuro, ahora ya completamente blanco, y su tez morena.
Bien recuerda cómo al salir
de aquel lugar tan lleno de armonía, se prometió así misma que parte del dinero de su próxima paga lo gastaría en comprarle un ramo de rosas a la madre de Ena. Tal era su
agradecimiento.
Una
punzada de hambre le dio el estómago y pensó lo bien que hizo al
tomar la decisión de no comer en la casa de su abuela, en aquellos
tristes años y preferir el vagabundeo libre. El descubrimiento del
sabor de las almendras y cacahutes, junto con aquel restaurante,
oscuro con unas mesas tristes, donde siempre comía sopa,
variada en los colores, según fuese el condimento, pero que a ella
siempre le satisfacía, se lo debe a esta certera decisión. La punzada de hambre seguía en ella y se
reía para así pensando que ahora podía saciarla en cualquier
momento y sin salir de su casa. Esa sensación de satisfacerla
enseguida, le seguía
produciendo un inmenso placer.
Sus
pensamientos volvieron a Ena, su gran amiga, pasando por diferentes
etapas en su amistad y también rememora a su novio Jaime, al que
llegó a coger un gran cariño, sin olvidarse de aquella truculenta
historia con su tío Román. Por entonces este tío suyo, marchaba y
desaparecía para volver después, sin dar razón ni de su ida ni de
su vuelta. Las notas geniales de su violín aún las puede escuchar,
como si su espíritu, aún siguiera, en el piso de arriba.
Al llegar otra vez el domingo, Andrea siente que no aguanta más metida en casa.
Decide
coger un taxi e indica al taxista que la lleve hasta el barrio de la
Ribera. Quiere volver a visitar la Basílica de Santa María del Mar
. Justo cuando va a empezar a subir la escalinata, otro anciano, más
enjuto que ella y también apoyado en su bastón, la observa y le
dice:
-Lo que
fuimos y lo que somos- Y se queda mirándola detenidamente para
después gritarle lleno de alegría
-Andrea,
tú eres Andrea. Sí, tú eres Andrea.
La anciana
se sorprende y después, quitándose su gafas de sol y buscando la
funda de sus otras gafas de cerca lo mira:
-Pons,
eres Pons. ¡Cuánto tiempo!
Los dos
se abrazan sin soltar sus bastones, se ríen y ríen y ríen.
Toman la determinación de
sentarse en una terraza cercana y descansar física y mentalmente de
las emociones que acaban de agolparse en todo su ser.
- Cuéntame
qué ha sido de ti y de todos los que frecuentaban el ambiente
bohemio: ¿Que fue del anfitrión Guíxol y sus pinturas? Pujol ,
¿ sigue con sus chalinas y su pelo largo? ¿Y el loco de Iturdiaga?
¿Cuántas novelas ha escrito? Y ¿tú? Cuéntame ¿Te casaste?
¿Tienes nietos? Perdí todo contacto con vosotros al irme a Madrid
en mi nuevo trabajo.
- Yo
durante un tiempo tuve noticias tuyas a través de Ena, después.....
Ya sabes todo va pasando.
Puedo satisfacer tu curiosidad empezando por mi. Me casé con mi tercera novia y tengo cuatro hijos, doce
nietos y dos biznietos y no me ha ido del todo mal en la vida. En cuanto a los otros... la historia es larga
de contar. Puedo decirte que Iturdiaga, aún sigue escribiendo
novelas porque aún se sigue enamorando y buscando a su mujer
ideal, extranjera y fascinante. Algunos de los que frecuentaban la tertulia, ya han muerto. ¡Qué tiempos
aquellos! Tú fuiste la única mujer que admitimos en el estudio de
Guílox porque tienes la tez muy oscura y los ojos claros.
Fue genial, como dicen ahora mis nietos. A ellos les cuento nuestras
historias y les gustan y mucho. Alguno tengo bohemio y ahora
está metido en ese nuevo partido de Podemos que da tanto que hablar. Pero cuentáme tú,
cuentame.
No podía
imaginar Andrea que este día de domingo lo iba a pasar tan bien
con su antiguo compañero de la Universidad, porque hablando y
recordando se les fue el santo al cielo y ya empezaba a irse el sol
cuando decidieron volver cada uno a su domicilio, no sin antes
comprarle Pons a Andrea un pequeño manojo de claveles bien
olientes, rojos y blancos.
Continuará..
Etiquetas: Carmen Laforet Nada, Lectura de la Acequia